La peripecia de una laguna donde el sol
refracta la inmensidad de su poder sirve de
coartada al cronista para enhebrar una
historia donde desfilan ejércitos en pugna,
aventureros, emisarios reales y
desahuciados del mundo. Todo en un
enceguecedor entorno donde el mar
coagula en blanquísima oferta y el paisaje
se hace antigua -y ruda- práctica artesanal.
Rubí Guerra
Árida, seca y muy caliente, la península de Araya es un brazo de tierra de casi setenta kilómetros frente a las costas de Cumaná. Mientras el día transcurre, sus cerros, de poca altura, cambian de color. El magenta, el gris, el rojo, el naranja se suceden y transforman. Imposible enumerarlos todos: se hacen inasibles como la luz.
Los pueblos de la península tienen nombres sonoros: Araya, Manicuare, Merito, Tacarigua, El Guamache. En esta tierra la salina existe, posiblemente, desde hace varios miles de años. Cuándo se formó la laguna es difícil de determinar, pero en todo caso, sí es seguro que los indios guaikeríes de los alrededores la utilizaban y comerciaban con ella.
De alguna manera, la península de Araya está marcada por la presencia de la salina. En la historia y en la geografía física y espiritual de estos pueblos, la salina ocupa un espacio relevante. Fue descubierta para España en los primeros tiempos de la exploración del Nuevo Mundo que revelaron las expediciones de Colón y los otros primeros aventureros. Apenas en 1499, un año después de que el Almirante navegara por estas aguas de los caribes, Pedro Alonso Niño y Cristóbal Guerra, comerciantes y buscadores de perlas, dan a conocer la existencia de la Laguna Madre, inmensa laguna donde la sal se cristalizaba en abundancia sorprendente.
Algunas áreas se han modernizado pero el paquete tecnológico esencial sigue siendo el mismo. Resulta fascinante, y algo alarmante también, ver en perfecto funcionamiento esta instalación pensada para otras épocas. Aparte de la Laguna Madre, existen ahora otras fuentes de sal: son las lagunas artificiales, sistema de estanques donde la sal cumple su ciclo de cristalización y condensación producto de la acción del viento y el sol. Al igual que en la más conocida de las lagunas, las artificiales destacan por sus extraños colores, donde predominan el anaranjado y el violeta, además del blanco de la sal.
Texto extraído de la Revista Bigott número 44, editado por Fundación Bigott año 1997.