El nuevo libro del investigador y periodista, Miro Popic, “Venezuela on the rocks!”, entraña una investigación en la que la cultura indígena juega un papel fundamental. En el capítulo La bebida prehispánica, el gastronómo nos descubre una identidad auténticamente primitiva con sentido espiritual
En la nueva tierra había uvas silvestres de muchas variedades, pero no aptas para vinificación. A falta de la vid apropiada, buenas eran palmas, agaves, corozos, jobos y cualquier otra fruta con tal de que contengan azúcar suficiente como para ser transformada en alcohol. Con ellas se las arreglaban los nuestros antes de la llegada de los hispanos, siguiendo el ejemplo de los pájaros que picoteaban la fruta caída de los árboles que comienza a podrirse, provocando la fermentación espontánea de una levadura azul marrón que actúa como combustible de sensaciones desconocidas, aún sin saber por qué.
El cura jesuita Gilij, citado ampliamente por el geógrafo Pedro Cunill Grau en su monumental obra Geohistoria de la sensibilidad en Venezuela, nombra una serie de plantas utilizadas por los indígenas para elaborar diferentes bebidas de mayor o menor graduación alcohólica. Inlcuye, por ejemplo, una de banana o batatas cocidas maceradas en agua que, si se hace bien “no es desagradable”. Del casabe machacado en agua que los maipures llaman yucú tapeti, dice que es una bebida “vulgar y villana, pero acidilla y fresca”. Menciona una chicha hecha con calabaza cocida y otra del árbol del guásimo “de figura semejante a nuestras moras” que heche en infusión es buena para los enfermos y los sanos. También describe una bebida especial para viajes llamada amoivaré elaborada con yuca rallada fermentada por largo tiempo en canastillos cubierta con hojas de una hierba llamada cachipo que “no es desagradable es los grandes calores, pero si se bebe en abundancia relaja el estómago por su extrema frialdad”.
De la palma moriche, Mauritia flexuosa, abundante en toda la Orinoquia, los indígenas guaraúnos elaboraban un vino de murichi que no se hacía con fruta sino con savia, siguiendo un riguroso método de elaboración, muy bien descrito por el padre Gumilla en El Orinoco ilustrado y defendido. A la palma le abren un corte del cogollo tierno a todo lo largo sin permitir que se pierda ni una gota, de donde “empieza a fluir un licor albugíneo con notable abundancia. El que fluye hoy, se guarda en vasijas, que tienen prevenidas al anochecer; y así van recogiendo aquel mosto todos los días, hasta que la palma no tiene más que dar de sí. El primero y segundo día, después de recogido el tal mosto, es sabroso y tira a dulce; de allí en adelante va cobrando punto fuerte, y se alegran y embriagan con él largamente, hasta que se avinagra”. Con la fruta, que es como un dátil de buen tamaño, de piel roja y carne amarilla, preparaban una bebida refrescante llamada carato de moriche, tal como se acostumbra hacer hoy en el oriente de Venezuela. De otras palmas como el seje y la coruba también recurrían a la savia para elaborar “un licor claro, agridulce y tan fuerte que con poca cantidad pierden el juicio, bailan, cantan, y hacen mil travesuras”.
Mención aparte merece el vino de corozo, producto de la palma Acrocomia sclerocarpa, un árbol feo y difícil de penetrar porque está revestido de espinas. Crece en zonas secas y tierras arenosas y de él se extrae un jugo que se mantiene dulce por veinticuatro horas y luego se pone agridulce y se transforma en una bebida de alta calidad, tanto que Henri Pitier, uno de los naturalistas y botánicos más insignes, lo comparó con el propio champán. En su obra Manual de las plantas usuales de Venezuela, refiriéndose a este vino de corozo, dice textualmente que se obtiene “abriendo debajo de las hojas una cavidad que se llena varias veces de un líquido claro, primero dulce, y después de fermentado, algo parecido a la champaña”.
La fuerza del maíz como alimento y bebida era tan fuerte que siguió prevalenciendo el uso de sus ganos fermentados hasta fines del siglo XVIII, incluso entre los españoles, por razones más de higiene que de otra cosa. Gilij comprobó en esa época durante los años que permaneció en la provincia de Venezuela, como los criollos en formación bebían chica casi tanto como los indígenas: “En personas acostumbradas en aquellos lugares a beber agua, y agua no solo mala, sino caliente, es necesario que se despierte de vez en cuando un cierto deseo de vino. Y por lo común no lo hay de ninguna clase. Entonces se acude a la chicha, que por lo demás no es mala…”. A falta de vino, buena era la chicha.
Para ocasiones especiales se acudía a chicas específicas, generalmente de mayor graduación alcohólica, de granos seleccionados y de elaboración más compleja. Una de ellas, que Gilij identifica con el nombre de paratí, entre los tamanacos, era un producto “extraordinario y noble destinado a los bailes”. Se hacía a partir de hogazas de maíz cocido y luego enmohecido por largo tiempo, que una vez que se ponen rojizas “las mujeres, haciendo primero gran cantidad de polenta del modo que ya dijimos, y habiéndola puesto en grandes ollas llamadas chamacu, o bien en las canoas de ceiba hechas a propósito para esto, lo desmenuzan en ella, para que haga levadura, como dije”. Luego para hacerla más fuerte, le agregan miel silvestre y batatas cocidas y machacadas, y la dejan reposar durante un par de días antes de beberla con fruición, en grandes cantidades hasta que “quita de ordinario los sentidos”. Cosa parecida hacían para las ceremonias de iniciación y cualquier hecho destacado de la comunidad que requiriese celebración.
Las fiestas eran continuas día y noche y se prolongaban hasta que se acababa la chicha. Los misioneros trataron de rebajar el período a dos días, pero sin éxito. Gilij lo atribuye a una costumbre ancestral de los indígenas y lo explica así: “Acostumbrados desde la primera infancia a la chicha, y avezados a convertir en bebida fuerte toda fruta, no sabrían abstenerse durante largo tiempo. Les parecen mil años hasta que llega el tiempo en qué se recoge el maíz. Miran atentamente todos los meses si ha llegado a la debida perfección la yuca, no para hacer el pan con que quitarse el hambre, sino por gula inextinguible de beber”.
Miro Popic