El recetario de la dulcería venezolana ha consolidado aceptación y prestigio a través de algunas preparaciones, no sólo por parte de la población criolla sino de visitantes de otros países. La inclusión definitiva de numerosos postres en los menús de la mayoría de los restaurantes, así como la presencia de establecimientos especializados en la venta de granjerías, mermeladas, incluso en grandes centros comerciales, son indicadores de este hecho.
En la Venezuela colonial y postindependentista, de economía rural, relativamente aislada, hacia los años 40, se produjeron en todos los órdenes de la cultura una serie de transformaciones dramáticas al iniciarse los cambios hacia el proceso de producción minera industrial. Los intensos contactos con las culturas de otros países de mayor desarrollo trajeron consigo la formación de grandes ciudades, instalación de servicios y políticas de salud pública, la masificación de la educación, que entre otros factores representaron importantes contribuciones a la modernización del país.
El traslado de tecnologías, patrones y valores afectaron naturalmente los hábitos de producción y consumo de alimentos, especialmente en las principales ciudades y todos los centros donde comenzó a desarrollarse la industria petrolera. Nuevas fuentes de trabajo permitieron la incorporación gradual de mujeres a ese mercado, lo que conllevó el cumplimiento de una doble jornada, que se tradujo por lo general en una reducción del tiempo dedicado a ciertas tareas hogareñas; comienzan a introducirse nuevos hábitos tendentes a facilitar o descartar oficios de laboriosidad excesiva, entre ellos, la elaboración de postres.
El carácter dinámico de la tradición como hecho cultural, se expuso de modo particular a intensas e indiscriminadas influencias, y el aparente conflicto entre tradición y progreso pareció -al menos temporalmente- contraponer la mayoría de los valores que simbolizaban las sociedades agrarias a las nuevas costumbres que se introducían. Esto llegó a afectar incluso el consumo de alimentos tradicionales, que fueron primero para los representantes de quienes tenían mayor poder económico y, posteriormente, para la mayoría de la población, sustituidos por ciertos productos y recetas importados. La comida rápida se posicionó de un espacio en el cual también fueron desplazadas muchas de las granjerías y dulces criollos.
Desde las regiones del país donde se instaló poderosa la naciente industria petrolera, los comisariatos de las compañías, además de los numerosos profesionales y técnicos extranjeros, trajeron a nuestro país sus familias, y a través de ellas también contribuyeron a la introducción de nuevos patrones en la alimentación.
Se hicieron conocer por amplios grupos poblacionales los pie, brownies, «ponqué», de pound cake, como se designaron genéricamente algunas tortas; el sirop, para decir almíbar; las panquecas, pancake (de «pan», cazuela), que también pudo haber dado origen a la voz pana, con la cual se designan popularmente, en el oriente del país, las ollas de cocinas y hasta las latas; allí también se arraigaron las voces originales de popsicle, para «posible», helados, y «esnobol» por snow ball, para granizados o raspados; doughnut, nuez de masa, nut, tuerca, para las hoy tan cotizadas donas, entre muchas otras. Se incorporaron gradualmente voces y versiones adaptadas de las preparaciones; como durante la época guzmancista, se introdujeron los afrancesamientos: los soufflé de guanábana, la mouse de parchita y el chantilly; abrieron paso a los «pai» de limón y de parchita; los ponqués de piña, las domplinas con coco rallado, que son sólo algunos sabrosos ejemplos de la integración de ingredientes y técnicas culinarias.
No obstante, la mayoría del colectivo mantuvo su tradición de uso y consumo de las preparaciones de ascendencia hispánica profundamente arraigadas, y ubicadas al alcance del conocimiento y el bolsillo. Además del avance tecnológico, que primordialmente alcanzó los centros urbanos, un considerable número de inmigrantes de diversas latitudes llegó para establecerse en nuestro país y su aporte sumó nuevos elementos al ya abundante patrimonio de la repostería criolla.
Bajo la premisa de considerar la tradición como un hecho dinámico, podemos afirmar que el intercambio de patrones culturales en general ha resultado enriquecedor para la identidad gastronómica venezolana y, desde luego, a la dulcería.
La agitada vida en las ciudades y la integración cada vez mayor de la mujer en el mercado de trabajo, ha contribuido a reducir el número de personas que pudieran dedicar tiempo a laboriosas preparaciones de granjerías y postres caseros. La tradición de consumo ha impulsado la presencia de una oferta artesanal de estos productos que, si bien no tiene capacidad de cubrir plenamente la demanda, evidencia un interés sobre el asunto, que cada vez incorpora nuevos proveedores especializados.
Han sido, sin duda, valiosos aportes para esta revaloración, una serie de trabajos sobre la cocina venezolana realizados por prestigiosos investigadores, y también el esfuerzo que desde hace más de treinta años hicieron un grupo de notables cocineras venezolanas como Lolita Llamozas, Emma Barboza, Ana Teresa Cifuentes, Las Morochas Bertha y Carmencita Cavalcanti, María Chapellin y tantas otras que sería largo mencionar. A través de su aporte se resguardaron para generaciones futuras recetas de antiguos dulces, que gradualmente han podido reinsertarse en la repostería actual. Más adelante sobresale el trabajo de Armando Scannone, por su contribución de recuperar, a través de minuciosas recetas, una serie de fórmulas que se encontraban dispersas en viejas publicaciones, o en la memoria de privilegiados depositarios.
Debe destacarse la labor desarrollada por las recientes escuelas de cocina que han dedicado especial atención al tema de la tradición venezolana, y alcanzado con éxito, no sólo la promoción de recetas históricas y poco conocidas, cuya originalidad y calidad las califica positivamente, sino que las ponen en manos de un importante número de jóvenes profesionales. Han proliferado talleres y cursos de cocina sobre el tema, publicaciones y también eventos en los que la degustación de granjerías y postres típicos, son una atracción para el público.
La utilería de la cocina moderna, con aparatos y accesorios que hacen menos engorrosos algunos procesos, favorece la preparación de muchos de los dulces tradicionales. La posibilidad del recurso de la refrigeración es un factor determinante para la conservación de los alimentos, y la preservación de pulpa de frutas y otros ingredientes bajo congelación, permite superar limitaciones en los procesos de confección de ciertas recetas. Además, desde hace algunos años, pueden hallarse en los mercados, junto a productos preelaborados que permiten la rápida hechura de tortas, bizcochos, nevados, flanes y gelatinas. Reconocidas marcas comerciales ofrecen enlatados o en envases de vidrio, dulces de arraigada tradición venezolana, como frutas en almíbar -lechosa, higos, duraznos, guayaba-, e incluso dulce de leche cortada.
Cada vez se brindan mayores facilidades para localizar ingredientes cuya obtención suponía tiempo y laboriosidad: leche y ralladuras de coco, esencias, colorantes y aromatizadores en múltiples presentaciones, así como mermeladas y jaleas de las más variadas frutas. Sin embargo, algunos centros de producción masiva de granjerías no cumplen con la debida exigencia en la reproducción de recetas clásicas. Una tendencia universal hacia el naturismo promociona la utilización de azúcares no refinados con la argumentación de sus beneficios para la salud; puede apreciarse por la proliferación de tiendas naturistas, que aumentan las ventas de papelón y azúcar negra, y dulces elaborados artesanalmente inspirados en recetas coloniales.
Fuente: Libro Dulcería Criolla. 2004