El casco central de Caracas alberga numerosas Instituciones donde el poder opera cotidianamente y la Informalidad de la economía ocupa el espacio público en toda su dimensión. El Silencio, con sus bloques de aspecto colonial, esconde historias de amor y desamparo, de bullicio y locura mezclado con sordidez y delincuencia. En este marco tiene lugar un acontecimiento no demasiado publicitado ni conocido: las peleas de gallos que se suceden casi diariamente en la gallera de El Calvario, Club Gallístico Caracas.
Caminar por esa calle es sentir la modernidad implantada en un lugar compartido por viejos edificios que se niegan al olvido como resistiendo a la impotencia. Al mediodía el sol demuestra su poder pero todo continúa, y en la gallera ya nadie se acuerda del mundo exterior, sólo los gallos son la preocupación y el espectáculo está por comenzar. La asistencia parece perfecta aunque nadie toma lista. El reconocimiento prevalece. Los gallos esperan mientras una partida de dominó distrae la atención de los participantes. En el comedor las mesas son invadidas con rapidez, si el estómago funciona todo parece mejor. Hervido o arepas son bienvenidos para la ocasión.
El juez recién llegado inicia la tarea, se pesan los gallos que van a pelear. Los animales están embolsados. Las onzas correspondientes se anotan en una pizarra, se casa la pelea. El laboratorista hace lo suyo, controla y analiza si los ejemplares tienen alguna sustancia nociva que pueda impedir la pelea. Su trabajo es muy valorado: el control aquí también resulta necesario aunque no tiene carácter coercitivo sino más bien preventivo.
El cantar de los gallos no deja de acompañarnos, en la planta alta de la gallera hay más de cien especímenes entre pollos y gallos que Willian, el encargado, se ocupa muy bien de cuidar y alimentar. Su vida, dice, son los gallos y no se equivoca. Al observar su trabajo es comprensible su definición.
Los asientos que rodean el vallín, lugar de pelea de los gallos, comienzan a ser ocupados y Carmen, una mujer venida de España, se ocupa de cobrar.
Tal vez los más aficionados no quieren perderse los detalles y disponen de unos reales para estar más cerca del poder que emanan esos animales. La mayoría se ubica en las gradas que están alrededor del campo de batalla.
Comienza la primera pelea y las apuestas adquieren significación: “ ¡Al zambo voy!», «¡doy la mitad!». De boca en boca es el término utilizado para significar que las apuestas se realizan sin mediar papel alguno, sólo la palabra adquiere el valor de un documento.
El griterío no cesa y la euforia aumenta según los gallos peleen duro, peleen parejo. No hay perdedores y en estos casos se determina empate, lo que los galleros llaman “tabla». Descanso obligado con la compañía de alguna bebida que el bar ofrece.
Encuentros amistosos y charlas informales donde los gallos no dejan de ser los protagonistas. ¡Se va la segunda! El espacio escénico vibra de otra manera, como si en cada encuentro el ritual ofreciera nuevas sensaciones. La representación del poder dignifica a uno de ellos y las heridas provocadas en el otro determinan el final. La muerte parece cerca pero las manos habilidosas del asistente del juez (el jaulero) aseguran la vida del animal malherido. Recibe el gallo casi muerto y comienza a quitarle la sangre y a meterle los dedos en el pico para evitar que se ahogue. Los cubitos de hielo son el único elemento con el cual se ayuda y el animal en pocos minutos recupera el sentido.
Texto extraído de la Revista Bigott # 23, editada por Fundación Bigott en el año 1992.