“Lo primero es la gente” reza un lema publicitario. En realidad, lo primero es la gente, especialmente cuando se habla de la urbanización y de sus efectos. Esta es una singular historia en la que los principales protagonistas son, en ese orden, la gente y la ciudad. La gente, con sus interrelaciones habidas en sus múltiples encuentros cotidianos, formales e informales, permanentes, casuales e impredecibles, y la manera que tiene la gente de relacionarse con la ciudad y sus objetos, la manera de vivirla. ¿Quién mejor que un gran novelista, como el albanés Ismall Kadare (1995-120), para referirse a esas innumerables interrelaciones propias de la vida urbana, que se producen en algunas épocas del año como la Navidad? Dejémosle la palabra: «Deambulas recorriendo las calles, observas a la gente que se apresura, cargada de paquetes, de botellas, de bolsas de frutas, y te acuerdas de toda esa clase de cosas, sientes deseos de estar cerca de alguien en quien hace tiempo no has pensado.
Luego entras y sales de las tiendas, contemplas los escaparates, el color radiante de las naranjas y la fría blancura del sucedáneo de la nieve, descifras sin motivo ni razón las etiquetas de las botellas, que te parecen de pronto dotadas de un notable significado, como títulos de libros». La gente se multiplica y aglomera en un lugar que, a partir de un cierto número, forma una ciudad. Ese crecimiento poblacional y su concentración en un espacio se aceleró en todas partes, especialmente debido al influjo provocado por la revolución industrial y de sus efectos sobre las tres variables fundamentales de la dinámica demográfica: la natalidad, la mortalidad y la migración. Esas variables experimentaron enormes cambios inicialmente en Europa, que después se difundieron al resto del mundo, y que pueden sintetizarse en un indicador que por sí solo dice mucho: la esperanza de vida al nacer.
Los escenarios y los motivos de los desplazamientos humanos también han cambiado. Conocidas desde épocas remotas de la humanidad, las migraciones cambiaron de signo en el siglo XVIII, al configurarse en Europa los Estados nacionales y surgir la necesidad de poblar las tierras colonizadas y despobladas del mundo con migraciones masivas y forzadas. Luego, en los siglos XIX y XX, se produjeron en Europa grandes corrientes migratorias voluntarias: el éxodo ultramarino y los movimientos intraeuropeos o intracontinentales. La emigración europea a ultramar entre 1840 y 1940 fue de gran magnitud y se dirigió mayormente hacia América. Estados Unidos recibió el 70 por ciento de esa emigración entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Entre 1846 y 1880 el promedio de emigración anual europea fue de 180.000 personas, para pasar luego a 650.000 entre 1881 y 1900, a 1.300.000 entre 1901 y 1915, para descender a una media anual de 530.000 emigrantes entre 1916 y 1930. Al principio esa emigración europea tuvo como objetivo la colonización agraria, pero desde el último tercio del siglo XIX se convirtió mayormente en un fenómeno urbano que afectó a las ciudades de los países receptores, Estados Unidos en primer lugar, y las de tres países sudamericanos (Argentina, Uruguay y Brasil) que recibieron, en conjunto, unos 12 millones de personas hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Después se han producido otras importantes corrientes migratorias voluntarias, como las derivadas de algunos países de Europa en el período inmediato a la posguerra, en la década de 1950, o de asiáticos e hispanoamericanos a Estados Unidos, desde la década de 1960, o las migraciones hacia la Europa reconstituida y pujante, a partir de la década de 1980. Estas migraciones afectan todas las variables demográficas por los distintos comportamientos demográficos y culturales de los inmigrantes respecto a las poblaciones receptoras. Algo similar puede decirse de las migraciones internas, básicamente del éxodo del campo a la ciudad, y de la pequeña ciudad a la gran urbe o metrópoli. La ciudad se convirtió, así, en una suerte de paraíso para el recién llegado, pues le ofrecía la promesa de ocupación laboral, mejores servicios públicos y acceso a los adelantos de la sociedad de consumo.
Basándonos en opiniones de especialistas, podemos decir que las principales características de tal comportamiento durante los dos últimos siglos son las siguientes: 1. elevado y persistente crecimiento de la tasa de natalidad, aunque se redujo el impulso desde la década de 1960; 2. importante reducción de la tasa de fecundidad, particularmente desde la década de 1960; 3. notable y rápida reducción de la tasa de mortalidad, especialmente desde 1941; 4. mejor amiento rápido de la esperanza de vida, especialmente a partir de la década de 1940; 5. tasa inmigratoria externa relativamente baja durante el siglo XIX, aumentando sensiblemente la inmigración europea durante algunos años a partir de la década de 1950, para luego modificarse el origen de la corriente inmigratoria desde la década de 1970; 6. la acción combinada de las variables anteriores ha producido una evolución rápida del crecimiento de la población nacional, particularmente notable a partir de la década de 1930; 7. Estructura de la población predominantemente joven; 8. elevada migración interna con tendencia a la concentración en la ciudades, y especialmente en las ciudades del centro; 9. desigual distribución geográfica de la población y de la producción en el territorio nacional, con tendencia a concentrarse en la franja costera montañosa del norte del país; 10. elevada tendencia a la urbanización en las grandes capitales; 11. Elevada incidencia de la política económica de distribución de la renta petrolera como inductora de la consolidación de la distribución geográfica de la población en el territorio nacional.
Texto extraído del libro Fábrica de Ciudadanos, editado por Fundación Bigott.