Ningún acontecimiento transforma tan radicalmente la cotidianidad social como la muerte. Esta interrupción en la línea temporal y social cotidiana es mucho más impactante cuando la muerte se produce de forma violenta e inesperada. Para enfrentar la certitud de la muerte, atenuar la angustia y restablecer el equilibrio móvil de la vida, todas las sociedades conocidas han desarrollado sorprendentes y diversas creencias y procesos rituales, como culto a los conocidos.
En el sistema funerario oficial venezolano, regido por normas originadas en las creencias católicas, así como en otros sistemas religiosos de menor difusión en nuestro país, regulan los comportamientos a ser cumplidos cuando la muerte se produce, sin embargo, ello no ha impedido el surgimiento de numerosas variantes y adaptaciones rituales propias de la cultura popular. Esas variantes encuentran, sin duda, una fuente de inspiración en la intensa necesidad de crear relaciones más directas con las circunstancias y necesidades propias de cada comunidad. Así cada una de esas comunidades expresa en forma creativa su particular relación con los seres queridos que han fallecido.
Esta realidad aparece como un conjunto de procesos semióticos, de significación del imaginario social, urbano o rural, los cuales circulan y se distribuyen de acuerdo con un espacio distintivo categorizado como espiritual, a menudo vinculado con rituales ancestrales. Esas casitas de muñecas plantadas en el borde de la vía, que el viajero ve deslizarse a toda velocidad por la ventanilla, a veces con un rastro de piedad y curiosidad, constituyen el objetivo principal de este texto, ya que se conciben las capillitas como un espacio de intersección entre dos mundos, el de la desolación del sobreviviente y la muda sorpresa que deja atrás.
Las capillitas y los rituales que en torno a ellas se desarrollan constituyen un modo de conservar el recuerdo, el cual se considera como una estrategia de vida para quien ya ha muerto. De este modo, la memoria es una estrategia de conservación y comunicación de las relaciones abruptamente truncadas por la muerte. De ella depende, en última instancia, la continuación de la vida.
En la dimensión psicosocial, la capillita se encuentra erigida en el mundo de los vivos, hay circulación de vehículos, pueblos, además los familiares están cerca del fallecido y él está próximo al hogar y en su individualidad está más acompañado, en la mayoría de los casos el difunto vivía en las cercanías. En cambio, el cementerio es un espacio cenado, sus materiales son más formales y costosos, como monumentos, estatuas, jarrones, cercas, y el difunto está con el resto de los fallecidos, lo cual puede significar un acompañamiento, pero en realidad es una individualidad socializada pues siempre está solo en la homogeneidad de todos los monumentos.
La configuración del rito de las capillitas, de su colocación, así como de los comportamientos que en torno a ella se generan, tiene tres componentes que rigen su estructura. Esos componentes son de orden espacial, temporal y factual. En efecto, la colocación de estos pequeños monumentos funerarios está determinada, desde el punto de vista espacial, por el lugar preciso donde la muerte se produce. Cuando se pregunta a los familiares de las víctimas por qué construir la capillita donde ésta se halla ubicada nos han respondido inequívocamente que la razón es que allí exactamente quedó el cadáver. En consecuencia, el espacio se convierte en un lugar ya no natural sino cultural, adquiere categoría de símbolo y se articula semióticamente como un espacio del otro, como diferente, cargado de una significación particular
Usualmente las capillitas se construyen una vez concluido el novenario. Su colocación implica el inicio de una serie de acciones rituales que tienen como objetivo mantener abierta una comunicación en dos direcciones. En primer lugar, se trata de una comunicación con el propio grupo social, al cual se muestra que se han cumplido las acciones que las creencias prescriben. En este específico grupo de creencias, producto de un proceso incesante de hibridación entre los dogmas y enseñanzas oficiales de las iglesias cristianas y las creencias populares surgidas en las antiguas raíces de la microhistoria cotidiana, la construcción de capillitas es un mandato ineludible.
Texto extraído de la Revista Bigott número 53, editado por Fundación Bigott año 2000.