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Cultura popular

Las pulperías y otras ventas de dulces

Las ventas al detal de alimentos y muchos otros bienes de consumo popular, se hacían principalmente a través de pequeños establecimientos comerciales conocidos con el nombre de pulperías, que fueron sujetos a regulaciones por parte del Cabildo caraqueño desde el año 1573, con la intención no sólo de supervisar el abastecimiento durante horarios preestablecidos, el cumplimiento de los precios fijados según las cualidades de cada producto, sino para asegurar el cobro de impuestos. Dichas regulaciones tuvieron vigencia en todos los centros poblados, pero alcanzaban con sum a dificultad a las pulperías ubicadas en apartadas comunidades rurales, y haciendas. En unos y otros lugares, estos comercios fungieron como centros de reunión y dispersión de toda clase de novedades.

La reglamentación de las pulperías no afectaba de modo determinante a las granjerias, pero sí las ventas de azúcar o de papelón y ciertos ingredientes empleados en la fabricación de dulces, como vainilla, canela, clavos de olor, pimienta dulce o de guayabita, almendras, orejones, entre otros. Se prohibía formalmente, vender «cosa alguna» de todos los géneros comestibles en las casas particulares, con la pretensión añadida de excluir del disfrute de ciertos productos a la población negra e indígena, bajo el argumento de que de ese modo no p o d rían ser engañados por los comerciantes.

bodegas pulperiasPor otra parte, se pretendía controlar desórdenes, pues como se expendían licores, servían con frecuencia de escenario a situaciones indeseables; las autoridades pretendían asegurarse de que «no se mezclaran los sexos», y se resguardaran las normas m orales vigentes.

En las pulperías se vendían habitualmente bizcochos o rodajas de pan seco, salado o dulzón, duradero por varios meses, cualidad considerable debido a los escasos recursos que existían para la preservación de alimentos. Más tarde, sería en las bodegas donde se proveería la mayor parte de los ingredientes necesarios para algunas recetas, como huevos, leche, harina, ciruelas pasas y orejones, botellas con frutas en almíbar, colorantes vegetales, entre otros. Se había expandido la producción y el consumo de preparaciones anteriormente cobijadas en los conventos y casas de mantuanos. La mayoritaria población mestiza estaba habituada a la dulzura de los papelones convertidos en melcochas, y a otras mezclas con harinas de trigo, maíz, y yuca, perfumados con canela, anís y clavos de olor, combinadas con coco, piña, batata y otros sabores tropicales.

La diversidad de los dulces criollos se situaba en el menú cotidiano y en todas las clases sociales. El propio papelón se consumía en forma directa, en las pulperías se vendían los pequeños trozos, o se daban como propina o ñapa. En la mayoría de estos establecimientos se disponía en una parte del mostrador una caja de vidrio con tapa, o un azafate cubierto con un paño, donde se colocaban diariamente dulces para su venta detallada: Según Graciela Schael, en las pulperías podían conseguirse

«… Conservitas de coco en hojas de naranjo, las delicadas de durazno en cajitas de papel blanco, el arroz con coco en tacitas, los platos de majarete con sus cinco triángulos, empolvados con canela, los coquitos rubios y acaramelados en su exterior y nevados por dentro, las conservas de batata con su suavidad de seda, los chopelos, con su fórmula secreta, y vestidos de papel de colores; las negras conservas “quemadas”, las tortas burreras, los pavos rellenos, los alfajores, de harina de casabe y aroma de jengibre, los gofios, las papitas de leche y canela, las crujientes torrijas, los ponquecitos, el pan de horno, las rubias melcochas y los dorados rúcanos, los bollitos de cambur, tan indígenas como las pelotas, éstas con su suave ácido y su cubierta de hojas de plátano, las rosquillas, los cambures pasados, los besitos y cocadas, las quesadillas y tantas otras maravillas de la repostería criolla».

El recuento de tan numerosos y apetecibles bocadillos, nos hace pensar que el espacio destinado a la exhibición de los dulces debió ser tan importante como segura la clientela que los adquiría. Tanto, que comenzaron a surgir pequeños establecimientos, donde a veces desde una ventana se mostraban, como aún o curre en algunos pueblos, granjerías preparadas del día.

 

Texto extraído del libro Dulcería Criolla, editado por Fundación Bigott en el año 2004.