Caracas pasó gran parte de su vida sin mirar al Ávila. En los días coloniales el damero rudimentario del fundador fijaba las dimensiones del espacio construido. Apenas unas pocas manzanas, trazadas a punta de espada, eran todo cuanto un vecino podía recorrer diariamente, en sus desplazamientos urbanos, siempre acompañada por la línea sinuosa de la montaña, que asomaba y desaparecía en medio de las nubes.
Por lo común, los días eran claros y frescos, así que el caraqueño no perdía mucho tiempo en escudriñar las nubes, en busca de pronósticos y cabañuelas. Partiendo desde el Oeste húmedo e intrincado, morada de los indios Catia, la neblina bajaba a torrentes, sin llegar a interrumpir el silencio, por los cangilones y las quebradas de todo un recorte caprichoso de la cordillera de la Costa, y se dispersaba sin prisa, cuesta abajo hacia la horizontalidad del valle.
Allí, le correspondía entrar en pugna con un temperamento frutal y apacible, que se iba en vicio en las posesiones de los Caracas; tierras nuevas que terminaron por abrirse solas al arado y que parecían haber estado a la espera del ritual de costumbre, para constituirse de una vez en fundación y prestarse al reparto de solares. Si empezaba a gotear, el vecino disponía de tiempo para buscar escampe en algún alero oportuno y en caso de ser sorprendido a mitad de la plaza mayor, tal vez se decidiría a abrir el paraguas o buscar amparo en los tarantines del mercado, cuyos toldos prestaban el mismo servicio a los paseantes. Estos chubascos repentinos o mojapendejos como se les motejaba de costumbre, hacían más frecuentes sus apariciones en la mitad del año y eran un accidente común en cualquier hendedura del valle. Montaña de agua o Guaraira Repano. No en vano los naturales llamaron a su cerro con esa frase contundente y enfática, que todavía en 1700 algunos lugareños pronunciaban con acento familiar, salvado del idioma de los antiguos pobladores.
Pero el indolente ciudadano de aquellos días debía encontrar escasas razones para dedicarse a la contemplación de esa cumbre de novecientos metros de altitud, que abrazaba al valle y que sólo parecía ocupar su lugar en calidad de parapeto natural, extendido entre el mar y tierra firme. Y esa era precisamente la razón que le permitía al caraqueño mantenerse seguro y confiado, en su parsimonioso existir: el Ávila. Única presencia disuasoria, que la desvalida ciudad, cabeza de provincia, anteponía a la saña y la rapiña de las incursiones piratas.
El escenario urbano sirve de coartada al narrador para hilar pequeños relatos donde cobran vida los personajes, el habla, la arquitectura y una cierta atmósfera citadina que aquí se transforma al paso de un puñado de estampas de Caracas. Desde la pequeña aldea dispuesta al pie del Guaraira Repano hasta la urbe trenzada en el amasijo de autopistas que constantemente la modifica.
Eso sí; más allá de su montaña. La Guaira era también el punto de destino de los escasos y anhelados navíos españoles, que tocaban para entonces en Tierra Firme transportando la codiciada mercancía de ultramar, cuyo valor iba a ser devuelto más tarde en aromáticas cargas de añil y cacao. Por esa razón, pronto se hizo necesario perfeccionar el trazado de las veredas primitivas que recorrían el cerro, abiertas por los naturales a planta de pie hasta que los escasos recursos de que disponía la provincia, a más de las contribuciones impuestas a los vecinos con el mismo propósito, hicieran posible la apertura de un camino de piedras, el primer hito de civilización que la ciudad alcanzó a ofrecer a los viajeros o a la precaria actividad comercial de esos días. Se le llamó alguna vez Camino de la Mar o Camino de los Españoles; más, nunca carretera, porque a causa de lo dificultoso de su trazado la obra únicamente pudo estar destinada a conducir jinetes arriesgados o indolentes arreos de muías y burros de carga.
Durante su estancia caraqueña, en 1800, Alejandro de Humboldt, recorrió ese camino en ambos sentidos, con seguridad sin haber perdido detalle del paisaje ni estorbado los movimientos de su inseparable Bonpland, que no dejaba de herborizar a su placer en las orillas. El sabio dejó dicho en sus escritos, que aquel camino primorosamente empedrado era «infinitamente más hermoso» que cualquiera que hubiera visto en América hasta ese momento.
Texto extraído de la revista Bigott # 50, editada por Fundación Bigott en el año 1999.