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Cultura popular

Los tambores resuenan en la ciudad

Nada explica mejor el florecer constante de la ritmicidad negra -a lo largo de cientos de años y en un cambiante espacio humano- que la inmensa energía social que la sustenta. Y es que esa expresión de la africanidad es una fuerza socializadora, de vitalidad deseada y liberadora. Por eso, el imperio colonial logró reducir los tambores de nuestras ciudades más importantes, mas no pudo deshacerse de la fuerza contagiante del ritmo; por el contrario, a éste lo hace suyo, lo blanquea para disimular su origen; sin advertir que esa expresión sustantiva de las culturas negras un día regresaría a sus orígenes, a sus voceros naturales. Y, llegado el momento, el ritmo se levantaría por encima de los dominios y las diferencias sociales para colocarse en el centro de un sentimiento común de identidad. Con ese sentimiento se asume hoy la fiesta de tambores en la ciudad.

Desde la llegada misma de los primeros esclavos a la ciudad de Santiago de León de Caracas y durante tres siglos, tambores, danzas y cantos de negros serían sometidos a constantes y crecientes restricciones. Fue la estricta reglamentación de las cofradías la principal razón por la cual se fue olvidando la práctica de la danza y el tambor. Y es que por estar aquellas asociaciones comprometidas a realizar labores sociales y espirituales, tenían por norma impedir toda actividad que no fuese la religiosa. En tiempos de la Colonia hubo cofradías en toda ciudad de importancia y los negros pertenecían a varias de ellas. Caracas contó con muchas de estas hermandades, entre las cuales estaba la de San Juan Bautista en la iglesia de Mauricio, fundada en 1611 y constituida por esclavos y negros libres. Las cofradías tenían una gran importancia política ya que permitían a las autoridades el seguimiento y control de la actividad de los individuos en especial de negros y mulatos.

Afirma Acosta Saignes que «durante el siglo XVI y gran parte del XVII, la regulación de todos los festejos populares correspondía al Cabildo. Desde muy temprano fueron tomados en cuenta los esclavos, quienes debían acudir de acuerdo con ciertos reglamentos» (1967: 201). Estos reglamentos establecían normas acerca del tipo de danza que debía realizarse, su duración, el vestuario permitido, e incluso censuras, como la del obispo Baños y Sotomayor en 1687: «En muchas ciudades de este nuestro Obispado está introducido que en las procesiones, no sólo del Corpus y su octava, sino también en las de los Santos Patronos, se hagan danzas de mulatas, negras e indias, con las cuales se turba e inquieta la devoción con que los fieles deben asistir en semejantes días. Y porque de ellas y de los concursos que hacen, de noche y de día para los ensayos de las dichas danzas, y de la solicitud que ponen para salir vestidas en ellas, se siguen graves ofensas a Dios […] Mandamos, S.S. A.., pena de Excomunión Mayor, que las dichas danzas de mulatas, negras e indias no se hagan ni permitan» (Calzavara, 1928: 27).

Con el paso del tiempo, lejos de suavizarse, las restricciones se acentuaron. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, y ante el temor de que se produjeran alzamientos, impulsados por voces de libertad procedentes del Caribe, se endurecieron las regulaciones. Confirma Acosta Saignes: «comenzaron entonces las limitaciones a los bailes, una pugna permanente para reducir a los esclavos a regocijos estrechos, dentro de las haciendas o repartimientos» (1967: 201). Lo que contribuyó aún más a la desaparición, en la ciudad, de algunos sobrevivientes bailes y toques de tambor. Comenta Acosta Saignes: «Nadie podría imaginar a los chimbángueles sonando en Caracas a mediados del siglo XVIII.» «O que en Carora se escucharan alguna vez los tambores africanos», (1967: 206) tal era la severidad en estas dos ciudades, porque como diría Fernando Ortiz: «La música de tambores era, sin duda, vibración de cultura de gente esclava y eso le privaba al tambor de su libertad» (1952: 262).

 

Texto extraído de la Revista Bigott #59, editada por Fundación Bigott en el año 2001