Carlos Contramaestre (1934-1996) fue uno de nuestros intelectuales que mayor esfuerzo y tiempo consagraron a la investigación del arte popular. Su aporte en este campo, cuando se analiza un lapso que va de 1956 a 1970, es de imprescindible mención en el capítulo de nuestra historia del arte reservado al arte popular en el occidente del país. Aparte de realizar obra importante como poeta y pintor, tal la que efectuara para intervenir en el movimiento contestatario de los años 60, Contramaestre se destacó durante sus largos años de residencia en Mérida por un agudo instinto crítico para descubrir el talento artístico de campesinos y gente del común, facultad que en él estaba acompañada por una gran sensibilidad social. Gracias a la pasión que ponía en el trabajo de otros se entregó generosamente a la labor de promoción de los creadores de cuya identificación él mismo se fue ocupando. Todavía le estamos en deuda por habernos revelado, en el momento preciso, la obra del genial Salvador Valero, de quien fuera biógrafo y puntual mentor. Identificó también a Rafael Vargas y a Antonio José Fernández, a quien dio el apodo de El Hombre del Anillo y asistió al surgimiento, en Cabimas, de Emerio Darío Lunar.
El hallazgo de Salvador Valero fue uno de los hechos más importantes de la plástica venezolana de fines de los años 50. A partir de Valero los conceptos prejuiciados que sobre el llamado arte ingenuo nos habían transmitido las vanguardias comenzaron a derrumbarse. Desde entonces, al apreciar el arte primitivo, se ha tendido a considerar el entorno social y las tradiciones autóctonas que condicionan la producción del imaginero popular, y no sólo a sus obras, como pensaba la modernidad. De forma que se empezó a identificar al artista con la cultura de su comunidad. Contramaestre contribuyó a indagar en un horizonte mucho más complejo del arte popular y trasladó el enfoque hacia ejemplos sacados de la provincia. De allí el interés que suscitó la identificación de ese grupo de artistas a cuya promoción él se entregara con tanta generosidad como la que brindaba a sus alumnos del Centro Experimental de Arte, en Mérida, que dirigió durante varios años.
Antonio José Fernández, llamado El Hombre del Anillo, artista favorecido con la adjudicación de la codiciada recompensa, correspondiente a 1997, y cuya noticia se publicó hace algunos meses. Pero el destino había cambiado mucho antes para este antiguo recluta del ejército a quien la extravagancia de portar un enorme anillo tallado en piedra de río sirvió para identificarlo ante su descubridor, el pintor Carlos Contramaestre, quien le encontró un día de 1964 en el mercado libre de Valera, atendiendo su puesto de verduras. Casi inmediatamente la galería de El Techo de la Ballena se ocupó de presentar en Caracas la obra de Fernández. Exponerlo fue revelar a un artista radical y extraño, que no se limitaba a probar suerte en el relieve en madera policromada, como los antiguos imagineros, sino que quería también que se le conociera.
El rudo, arriesgado y al mismo tiempo abismal arte de Antonio José Fernández, creado o parido por una voluntad de expresar, de Involucrar la vida hasta sus últimas consecuencias, logra arrancar velos —con metales afilados o con rudas y sabias manos— a mundo remotos y cosmovisiones afines a los sueños. Para esta tarea dispone no sólo de la inocencia de la mirada sino también de la indagación de los materiales. Fernández procede de un lugar en donde la historia y la leyenda se traban originando verdades ambivalentes presentes en la vida cultural de la región: los Andes venezolanos.
Texto extraído de la Revista Bigott #47, editada por Fundación Bigott.