La urbanización es como la cara de Dios Jano, ambivalente, signada por la alegría y la tristeza. Con su avance vienen muchas cosas buenas. Se llenan las horas que otrora eran de insoportable aburrimiento, y que parecían eternas. La vida gana en comodidad y en mayor variedad. Muchas de las penurias del pasado son desterradas por la llegada de los servicios públicos y algunos otros signos de la modernidad, como los medios de transporte más eficaces y rápidos y el desarrollo sin cese de los medios audiovisuales. Muchos hemos ganado, es verdad, pero, pero también hemos perdido mucho. El progreso ha engullido esa relación dulce que manteníamos con la naturaleza, y hemos perdido un poco de frescura y solidaridad en nuestras relaciones con la gente.
Hemos ganado en intimidad, ensimismados en el «ti mismo», más íntimos, menos tímidos, pero más extraños, perdida la plomada que nos equilibra el espíritu. Algunas cosas se han ido, otras se han transformado como los vendedores ambulantes. Ahora los encontramos exhibiendo sus mercaderías sobre las aceras, obstaculizando el paso del transeúnte, silenciosos la mayoría de las veces. Para muchos la calamidad pública, forman el ejército de ser empleados urbanos, y están allí, de pie, insomnes como búhos, en medio de la vía, recordándole a la sociedad su falta de dinamismo y si injusticia social. Los vendedores ambulantes de ayer eran diferentes, aunque bajo el mismo contexto de penuria social y económica. Ellos eran los que llevaban al propio domicilio las dulzuras del mercado o los elementos indispensables para el funcionamiento del hogar: el agua, la leche, el pan. Las llevaban hasta la misma puerta, proclamándolas a gritos. La mañana era el canto del gallo, el sol que irrumpía sorpresivamente en la ventana abierta o en la cumbrera de la casa, y era también el grito estridente de los vendedores ambulantes. Ellos eran la gente del pregón, los pregoneros que, a fuer de tanto verlos, la gente terminaba queriéndolos. Un buhonero de ahora es anónimo. El pregonero de antes era una presencia inolvidable. Rafael María Rosales lo evocó a su manera:
Recordaré nuevamente a los pregoneros de Caracas, que han sido el contraluz de esa alma Mérida en el paisaje del valle antiguo y la andanza sentimental y popular de la ciudad. Los del pan andaban en jamelgos o burros con dos grandes popotes de madera…y los de leche igualmente cruzaban las calles a caballo dejando las cantaras o recipientes metálicos…muchos andaban a pie son que la apatía de la clientela desintegra su bien humor y rompiera la armonía del Silvio, la canción de moda y el estribillo de su oferta a pulmón abierto: queso de mano, naranjas, mangos, pescado y tantas exquisiteces sin olvidar la chicha cuando ya el sol despereza a los aleros y los balcones.
Las calles principales de Caracas de antaño estaba llenas de pregoneros. Del insistente limpiabotas, co su cajita de madera y su grito. Y el verso que los recuerda:
En la ciudad de Caracas,
Que cruzan tantos patriotas,
Abundan limpiabotas
Cómo frutas de maracas
Del recibo aguador italiano, que nació a la vida pública cuando en 1873 se construyó el acueducto de Caracas e hizo necesaria la distribución de agua desde un tanque emplazado en El Calvario. El aguador vestía con hermosos y llamativos colores, los mismos de los arneses del animal con su jáquima. Con su horqueta de madera de guayabo al hombro, al animal cargado cantando a todo aire trozos de ópera o improvisando canciones con el son de tonadas. Las negras con vestidos pintorescos que vendían dulces y frutas, y que Jenny de Tallenay vio en Caracas en 1878 o Appun en Puerto Cabello, a mediados del siglo XXI. El vendedor de la torta berajana que voceaba por el centro de Caracas en 1898:
«La gran torta de bejarano…y de leche…y de leche…la gran conserva». El pregón del muchacho que vendía mano tostado por las noches en Caracas de 1900:
Los que carecen de dientes,
Los que están enamorados,
Compren maníes tostados.
Buenos, sabrosos y calientes.