Uno supone de entrada, que ese encantador nombre de una de las piezas de la profusa batería de la percusión afrovenezolana es una onomatopeya, la reproducción verbal de un sonido especifico. Pero una cosa es pensar y otra muy distinta es ver el concepto en acción. O mejor dicho, ver cómo el nombre del quitiplás se compone en el aire.
Ese aire puede ser el de un aula un miércoles en la tarde, en la sede de Fundación Bigott en el casco histórico de Petare. Supongamos que el profesor José Vallenilla tiene ante sí una docena de adolescentes de ambos sexos. Son, Por supuesto, inquietos y propensos al bochinche; son muchachos. Muchachos que quieren aprender a tocar, pero muchachos al fin. Vallenilla, sin embargo, hace gala de una paciencia que luce infinita. Y el mismo instrumento le ayuda a dirigir a sus alumnos a un orden.
Primero los instruye para que calienten los músculos: la percusión es un trabajo físico exigente. Comienzan con los hombros y los brazos, pero luego pasan a las rodillas, que necesitan tener en forma para agacharse durante un rato, y los dedos, que deberán crear matices, velocidades diferentes, impactos variables sobre el cuero y la madera. Los músculos y los huesos serán parte de del instrumento, junto con el tronco vaciado de un árbol y que fue la piel de un animal de granja.
El profesor identifica a dos varones que tienen más tendencia al desorden que los demás y les pide que practiquen el silencio, sin el cual no hay música. “El silencio también es importante”, les explica, “aunque uno está acostumbrado a vivir entre la bulla”. Luego reparte un par de quitiplás distintos a cada uno de los alumnos. Les pregunta cómo se sintieron la semana pasada, cuando tuvieron que dar una demostración de lo que saben ante el publico de la sede. Entonces anuncia que van “a trabajar con el cuerpo”. Luego comienzan a tocar. Ahí es cuando uno entiende de dónde viene el nombre.
Cada ejecutante hace que choquen los dos quitiplás contra el suelo. Así van creando un patrón, compuesto por tres golpes: un golpe agudo, el de los dos quitiplás juntos, y dos golpes graves, el del fondo de cada uno sobre el suelo. Qui – ti – plás. Qui-ti-plás.
Resuelto el problema del origen de la onomatopeya, espera otra revelación: la música que producen los quitiplás se hace más compleja y más bella a medida que hay más gente tocando. Es una creación colectiva, una trama de sonidos que hace pensar en un bosque de bambús mecido por vientos firmes pero periódicos, como durante un largo palodeagua.
Los dos revoltosos se quedan de pie, tocando en silencio, con los ojos cerrados. No es fácil, pero todos se sincronizan en pocos compases. El cuerpo les va enseñando cómo hacerlo; lo han ido adiestrando para que la mente no interfiera.
Vallenilla va guiando a los muchachos y emerge el sonido conjunto, que requiere mucha concentración para que esté sincronizado y la revelación de su orden común -y de su hermosura – pueda producirse.
Texto extraído del libro Fundación Bigott 30 años LA FIESTA, editado por Fundación Bigott