Sucre es el estado más oriental de Venezuela, pequeño y hermoso, poblado por gente cálida y lleno de paisajes diversos.
Uno pasa casi sin darse cuenta de la costa a la montaña o al valle, y la vista, ante el paisaje, se regocija como un pájaro en el aire. No obstante, esa tierra de Dios parece que estuviera pagando una costosa penitencia mientras su geografía termina de asentarse.
En los tiempos oscuros del Cretáceo, sobre los que vacila la memoria, aun la geológica, esas tierras, incluso el Macizo Oriental, estuvieron cubiertas por las aguas del mar. Poco a poco las aguas se retiraron y emergió un nuevo paisaje, bello pero balbuceante, como si se tratara de un niño que diera apenas sus primeros pasos y su signo dominante fuera el de la inestabilidad. Por ello, cada cierto tiempo, ese paisaje sufre la herida de pavorosos terremotos que arruinan sus ciudades.
Así ocurrió en 1753, en 1766, en 1797, en 1929 y, ahora, de nuevo, en 1997, la furia de la tierra destruye las ciudades y las llena de dolor. Después, con paciencia de hormiga y con empeño, el poblador oriental las reconstruye una y otra vez.
Es un paisaje muy curioso, que va de la opulencia a la carencia más dramática. Por eso sus hijos, navegantes de la tragedia tanto en los surcos de la tierra como en las aguas del mar, lo dejan y se van, con la ilusión de encontrar la fortuna negada en otras tierras.
Allí, sin embargo, continúa la promesa de un mañana mejor, basado en la pesca y la acuicultura, el petróleo, la sal, el cacao y el turismo. Y sobrevive también, en las manos prodigiosas de las mujeres de Sucre, una de las cocinas regionales más ricas del país.
Después vendrían los esclavos negros, que trajeron algunas técnicas culinarias y la afición por algunos rubros farináceos; los negociantes catalanes de la Real Compañía de Comercio de Barcelona, establecidos en la región en el siglo XVIII; los emprendedores corsos, que dinamizaron el comercio y la agricultura regional desde su llegada, a partir de la tercera década del siglo XIX; los inmigrantes de origen indio e indonesio venidos desde la cercana isla de Trinidad, que enseñaron a los sucrenses el gusto por algunos vegetales, las comidas especiadas y el masalá, transmitiéndoles un cierto sabor de la India; y los continuos intercambios con los hermanos margariteños, pues Sucre estuvo, al principio, más unida a Nueva Esparta y Trinidad que a los estados vecinos de tierra firme.
Una cocina muy particular y variada nació en esa geografía y de esos intercambios culturales. Con los productos del mar de los amplios litorales del golfo de Cariaco, la península de Araya, los entornos de Campano, la península y el golfo de Paria, donde más de diez mil pescadores cotidianamente se afanan con la pesca artesanal e industrial para sacar del mar la sardina (Sardina pilcbardus), el atún ( Carenx sp., Thunnus sp.), el pargo (Lutjanus purpureus), el carite (Scomberomorus sp.), el jurel ( Caranx bippos), la lisa (Mugil curema) y el mero (Epbinephelusstriatus), al igual que el camarón (Penaeussp ), la pepitona (Arca zebra) y el mejillón
(Perna perna), destinados a la congelación, al mercado en fresco y a las empresas conserveras y de harina de pescado ubicadas en Cumaná, Morro de Puerto Santo, Güiria y otros lugares. Con los productos de una agricultura intensiva, situada en los suelos aluvionales de la fachada meridional del golfo de Cariaco, de los valles locales y del valle del río Cariaco. Con la caña de azúcar de los entornos de la subregión de Carúpano y del valle de Cumanacoa. Con el cacao y los cocales de las zonas húmedas costaneras. Con el café y las hortalizas de las tierras altas de la Cordillera de la Costa. Con los frutos de los conucos diseminados por todas partes. Con los caprinos criados en las difíciles condiciones prevalecientes en las penínsulas de Araya y de Paria.
Texto extraído de la revista Bigott #44, editada por Fundación Bigott en el año 1997.