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Patrimonio cultural

Tres tiempos en el espacio yanomami

I El tiempo histórico: Agua de neblinas madrugadoras enredadas entre los árboles, que se exprime gota a gota desde el corazón de la Sierra Parima y toma cuerpo en torrentes que luego deshilaclian raudales rabiosos, el agua del territorio ancestral de los yanomami es materia de otra energía, otra textura y otro ritmo, distinto al del Orinoco perezoso de las tierras bajas.

Este Orinoco alto, naciente en innúmeros caños que surcan la selva, es el espacio desde donde el pueblo yanomami, aislado durante siglos, comenzó, posiblemente cerca de 1880, un proceso expansivo hacia el curso bajo de los ríos. Ocuparon entonces, empujados por su propio crecimiento demográfico, una frontera de selva que quizá había sido despoblada de sus antiguos habitantes indígenas después del contacto con los europeos, a causa de las incursiones esclavistas y el choque epidemiológico.

Mientras la colonización reducía a los pueblos indígenas de las zonas más accesibles concentrándolos a lo largo de los ejes fluviales -cuando no exterminándolos-, los yanomami gozaron de otra suerte; y aislados por efecto del mismo proceso colonizador, pudieron mantener su cultura relativamente intacta durante siglos. Aparte de esporádicos contactos con caucheros, exploradores y comerciantes, este aislamiento comenzó a romperse hace poco más de 50 años, con la llegada de los primeros misioneros y puestos gubernamentales, y hoy ha entrado en un proceso dramático de cambio.

II El tiempo mítico: en el diluvio yanomami, el héroe cultural Ómawé hizo brotar del suelo una columna de agua para aplacar la sed de su hijo en medio de una gran sequía. La torre de agua llegó al cielo y se depositó en él, creando la lluvia, pero produciendo además una pavorosa inundación que comenzó a arrastrar y ahogar a los yanomami, entre el estrepitoso cantar de las gallinetas. Refugiándose en lo alto del monte Maiyo, algunos yanomami lograron escapar del agua. Desde allí veían cómo se desmoronaba la tierra y caían los árboles de la selva, además de ver pasar, desde el Oeste y hacia el Este, a pueblos enteros de yanomami arrastrados por el agua, aferrados a troncos o muertos. Para aplacar al agua pidieron a un hijo que le lanzara a su madre: “¡Es un agua caníbal, hay que dársela!”. Sólo después del sacrificio el agua descendió poco a poco.

Si hay una figura que rápidamente expresa el temor de los yanomami por los cursos de agua es Rahara: un enorme y monstruoso reptil que vive sumergido en el agua y ataca a quien penetre en su dominio. Para evitar ser devorados por el monstruo, los yanomami construyen sobre los ríos pasarelas o puentes, limpios andamiajes asentados en una estructura de tijeras de troncos interconectadas, que permiten caminar a una buena altura sobre el curso de agua. Pueblo de tierra firme y de selva adentro, los yanomami tradicionales desconocían el arte de la navegación; y aunque utilizaban canoas de corteza para dejarse arrastrar corriente debajo de un punto a otro de un río, sólo recientemente han aprendido, de sus vecinos los ye’kuana, a fabricar curiaras de tronco de árbol.

III El tiempo crítico: hace cuatro años, tres viajeros –dos guías yanomami y un nape-, remontaron uno de los afluentes más orientales del Alto Orinoco hasta uno de los pequeños cañitos que lo alimentan, naciente en una de las serranías más sureñas de Amazonas. La comunidad que los recibió durante un par de semanas, ya en las estribaciones de la falda de la montaña, albergaba unos 70 habitantes, en un shapono de medianas dimensiones.

La comunidad se encontraba en un difuso estado de alerta por una pugna latente con un grupo distante a un par de días de camino, cerca de la frontera con Brasil. Aparte de esta ligera tensión, la vida transcurría con placidez: al atardecer, los adultos se reunían a escuchar las noticias de los yanomami visitantes quienes contaban a sus parientes lo que ocurría río abajo, en el Orinoco, el movimiento de las diferentes comunidades, las más recientes alianzas, fiestas y peleas. Narraban la llegada de gabara paca (una gran gabarra) a la Esmeralda, llena de matohi (bienes de diverso tipo: ollas, cartuchos, motores, alimentos). Los hombres del pueblo chasqueaban los labios de admiración. No había en todo el conjunto más de tres o cuatro adultos con shorts, que se acercaban de tanto en tanto al nape a mostrarle su ropa con orgullo.

Texto extraído de la Revista Bigott #45, editada por Fundación Bigott en el año 1998