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Artistas

Un asunto de pulsaciones: Alirio Díaz

Un nombre de andar por casa para un caserío que nadie anda. Pero ahí está, puesto en el mapa por el azar de un alumbramiento prodigioso, que no otra es la circunstancia que produjera un artista de la alzada de Alirio Díaz; autor, por si fuera poco, de la historia de este lugar: Al divisar el humo de la aldea nativa, un texto que debe leerse desde el momento en que apareciera su rapsoda, que es su coartada y su héroe, el modelo en que vagamente se inspira el busto que adorna su pequeña y solitaria plazoleta. Los dedos de Alirio Díaz, si es que lo has visto sentado en un escenario, se arriman a la guitarra con el gesto invertebrado de las algas al batirse contra las piedras. Con excepción de este milagro, todo en él corresponde a la traza de un campesino venezolano, un lugareño del Lara más recóndito donde se echan a faltar los señoritos. Uno de tantos, tan parecidos.

Eso hasta que se planta en el escenario del repertorio lírico más linajudo; hasta que acuna la guitarra y saca de ella, de una gargantada, esa exultante emoción estética que vibra en la música venezolana cuando pacta con un virtuoso; o hasta que ofrece un taburete al visitante y dice ajá. Y dice qué es lo que querías saber. Al final de la conversación, cuando se despide en el epicentro de una polvareda, uno empieza a sospechar qué era lo que quería saber y para qué llegó hasta ahí cuando uno no es un beduino.

Vengo de un hogar -dice- de campesinos larenses. Mi padre había nacido en Carora, en 1885, y tendría unos 18 años cuando se fue para el campo, seguramente huyendo de la guerra civil. Fue así como se estableció en La Candelaria, caserío ubicado a 30 kilómetros de Carora. En La Candelaria vivía un general retirado de las guerras civiles, quien lo contrató como dependiente de su negocio de pulpería y como arriero de conuco. Allí conoció a mi madre, se casaron y tuvieron numerosa prole: tres mujeres y ocho varones. En ese lugar transcurrió mi infancia, sembrando maíz y papa; y cuidando chivos y puercos. Obviamente no había una escuela allí. Un tío mío me enseñó las primeras letras, a leer y escribir. En esa época, por lo general, el magisterio de las aldeas lo desempeñaba un miembro de la familia; y también había gente que se dedicaba a la enseñanza rural, deambulando por los caseríos y llevando las luces de
las letras por ahí. Sin embargo, en ese mundo, apartado y deprimido, había gente letrada; así como había unos que sabían leer pero no escribir y otros que leían pero no sabían firmar. Se daba ese fenómeno de gente analfabeta a medias que coincidía con la presencia de apasionados lectores. Allí llegaban algunos periódicos, de Carora, de Barquisimeto y de Caracas, que eran leídos con fervor por los pocos alfabetizados. Mi abuelo materno, a quien no conocí, era uno de ellos; un hombre culto, sin duda. Todavía conservo un par de libros que heredé de él, incluido el Método de guitarra de Fernando Carulli y la Divina Comedia de Dante.

Siendo, pues, un niño, yo recitaba tercetos de la Divina Comedia y del Marqués de Santillana, eso me sostenía, calmaba mi inmensa necesidad de formación y cultura, ahogada en aquel lugar carente de estímulos… hasta que tuve 16 años y salí huyendo del hogar paterno y de la dureza del trabajo en el campo.

Hasta esa edad, usted había ido formándose a saltos, con lo que hubiera, pero estaba, sin embargo, alfabetizado e incluso se había iniciado en el cuatro.

No sólo eso. A los 16 años ya había escrito la historia de La Candelaria. Una cosa infantil, escrita a mano con letra de molde. Me movía un gran deseo de saber, de averiguar lo que había sucedido en mi aldea hasta ese día en que yo escribía su historia. Obtuve la información preguntándole a los viejos, buscando datos con respecto a la construcción de la iglesia, por ejemplo, de la primera casa de tejas, la primera de ladrillos. La mayoría de las casas, que eran de bahareque, tenían pisos de tierra y eso me interesaba mucho, quise saber cómo fue el paso de los techos de palma, elaborados con fibra de cardón, a los de teja. Así empecé a investigar, por suerte, en muchos de los techos estaba inscrita la fecha de construcción de las casas.

Texto extraído de la Revista Bigott # 46, editada por Fundación Bigott en el año 1998