Un gesto mínimo podía sellar un destino
Si se toca el sombrero
Susurran el sombrero, el pañuelo y el abanico
Aquella apacible Caracas de finales del siglo XIX era, como escribió en 1896 W.H. Curtís, «como un París de un solo piso. Todas las tiendas son parisienses y en cada barco llegan modelos de sombreros y trajes. Todas las modistas son francesas y casi todas las tiendas que venden ropa pertenecen a comerciantes franceses». Era una época en que la gente de mayores recursos imitaba, en el vestir y en el comer, a la moda francesa. Los hombres disponían de una buena percha, en la que el sombrero era una prenda imprescindible. Las damas de la gran sociedad usaban, durante el día, trajes claros y vaporosos y sombreros alones de paja de arroz, sombrillas de encajes y preciosos abanicos. Para los bailes y recepciones, las damas vestían elegantemente con trajes de telas pesadas, con escotes moderados, guantes largos, prendas lujosas, sombreros de terciopelo y pañuelos de seda o batista.
A partir de esa indumentaria tan afrancesada, y especialmente en torno al sombrero, al pañuelo y al abanico, se desarrolló, como en otras partes, un sutil lenguaje para el galanteo de los enamorados. El lenguaje del sombrero (1897) era uno de los más usados por los jóvenes. Saludar a una muchacha quitándose el sombrero, y haciendo una genuflexión, quería decir: “te idolatro”. Saludar, quitándose el sombrero, con una ligera inclinación de la cabeza, significaba: “eres mi amiga”. Acomodarse el sombrero, a la vista de una muchacha, equivalía a decir “quiero ser tu amigo”. Saludar, tocando con la mano el sombrero, quería decir: “poco vales para mí”. Quitarse el sombrero, y enjugarse la frente con la mano o con el pañuelo, significaba “trabajo para agradarte”. Ponérselo inclinado hacia atrás, descubriendo la frente, era como decir “fíjate en mí”. Quitárselo, observarlo y volvérselo a poner, quería decir “regreso por aquí”. Quitárselo y volvérselo a poner inmediatamente, significaba “quiero hablarte sin testigos”.
El lenguaje del pañuelo (1907) era sensual y lacónico. Pasarse el pañuelo por los labios, significaba “deseo establecer correspondencia”; pasárselo por encima de los ojos, “estoy muy triste”; pasárselo por encima de la mano izquierda, “te aborrezco”; pasárselo sobre ambas mejillas, «te amo”; pasárselo sobre el hombro, “sígueme”; jugar con él, “te desprecio”; anudarlo en el dedo índice, “estoy comprometido”; hacerlo un nudo en el anular, “estoy casada”; anudarlo en toda la mano, “soy tuya”; pasarlo sobre la oreja derecha, “eres muy infiel”, y sobre la oreja izquierda, “tengo un recado para ti».
El lenguaje del abanico (1901) era muy elegante. Llevar el abanico cerrado en la mano derecha significaba “estoy libre”, y en la mano izquierda, “estoy comprometida”. Abanicarse con apresuramiento, equivalía a decir “te quiero mucho”; cerrarlo de golpe con ruido, “estoy celosa”; dejarlo caer, “soy tuya”; acercárselo al corazón, “sufro y te adoro”; contar el varillaje del abanico, «quiero hablarte”; salir al balcón, abanicándose, “vamos de paseo”, y salir, sin abanicarse, “estoy alarmada”; embolsillarse el abanico, “no quiero noviazgo”; rozarse con el abanico el nacimiento del cabello, “no te olvido»; apoyarlo en el borde superior de los labios, “dudo de ti»; cubrirse la cara con el abanico, “desconfía, nos acechan”.
Si come durazno es porque te quiere
José García de la Concha, en su Reminiscencias: Vida y Costumbres de la Vieja Caracas, hace referencia a otros lenguajes, como el de las flores, las frutas y los colores. Adicionalmente existía el lenguaje de los perfumes. Para instruir a los jóvenes en el lenguaje de las flores había un librito, que los enamorados se aprendían de memoria. Un botón de rosa blanco combinado con otro rojo, colocados en el ojal del paltó, quería decir: “el fuego de vuestra mirada ha iluminado mi corazón»; una violeta significaba modestia; un clavel rojo, amor vivo y puro, etc. En el lenguaje de las frutas, el durazno equivalía a una declaración de amor. En el lenguaje de los colores, el vestido fungía de intermediario: si una muchacha se vestía de amarillo en un día especial, decía públicamente que estaba “dando calabazas”, y si se vestía de rojo, «que estaba pidiendo guerra», y así por el estilo.
El lenguaje de los perfumes, tan en boga en 1899, clasificaba a las personas de acuerdo con la fragancia utilizada. Los partidarios del patchouli y de la Pean d’Espagne resultaban poco recomendables por ser sentimentales, conversadores y voluptuosos. Los amantes del almizcle, eran brutales y de naturaleza inferior. Los aficionados a la violeta eran gente instruida y amantes de la belleza. Los que usaban agua de colonia aventajaban a los demás por sus muchas virtudes, y eran castos, instruidos y llenos de juicio.
Otros interesantes medios para el entendimiento de los enamorados eran las cartas o epístolas de amor y las primorosas postales, entre las cuales había algunas con dos corazones atravesados por una flecha, o con un cupido, o con la escena de dos novios besándose. En aquellos tiempos se guardaban hojas y flores secas entre las páginas de los libros, se intercambiaban fotografías y trozos de cabello (depositados en guardapelos) de las personas amadas.
Era una época llena de romanticismo en la que se usaban profusamente las charadas, los acrósticos con nombres de mujer y los infaltables poemas de amor. No obstante, a pesar de que la evocación de esa época esté llena de un simbolismo placentero, no debemos olvidar que tras él se ocultaba la posición minusválida de la mujer, sin importar su condición socioeconómica, en una sociedad regida por hombres.
Texto extraído de la Revista Bigott #27, editada por Fundación Bigott en el año 1993.