Comencemos con la entrada del siglo cuando se hablaba de Caracas, la ciudad de los techos rojos. Y cuánto cuesta imaginar la metáfora poética de aquellos techoarojos, para nosotros desconocidos, al lado de retretas, faroles y reuniones nocturnas en plazas. Una ciudad donde la música popular apuntaba a la serenata con su doble juego de salir de farra y, de paso, afincar el ánimo de alguna conquista propia o ajena. Cosa de anochecer acompañado de amigos -una cuerdita, le decían-; de cantarle bonito a las muchachas, así fuera por el puro gusto de gozar el encuentro nocturno, guitarra en mano y voz en cuello a la orden de las canciones sentimentales del tiempo… Fúlgida luna del mes de enero… o del ritmo arrebatado del cañoneo finalizando el trasnocho callejero… en esa Plaza López que me recuerda, que me recuerda…
Demás está decir que aquella ciudad hace rato cambió los techos rojos por los techos chatos; de hecho, dio paso al muy disímil conglomerado actual en el que, si acaso, sólo quedan aromas de algunos recuerdos transmitidos mediante las voces de abuelos o bisabuelos, a quienes todavía el tiempo no se ha podido llevar. Porque, necesario es decirlo, el caraqueñismo de las serenatas y los cañoneros tuvo su esplendor en un par de décadas, las primeras del siglo, cuando aquí nada se sentía de lo que luego fue. Quizás un tiempo más sencillo en cuanto a gustos y distracciones; un tiempo de señoritas, manganzones, doñas y dones, de formales bailes vespertinos al compás de valses, pasodobles y polcas que contrastaban con el gusto general por las parrandas o los merengues callejeros rucaneaos. Años propios del canto popular de franco tinte europeo -mucho de la París de Guzmán Blanco-, entonado por el puro goce del encuentro con la noche y sus sabrosuras, sin otra gracia distinta a la que cada quien tuviera. Afortunadamente persisten algunos artistas guardianes de las tradiciones de los abuelos. Por ello, la serenata o el cañoneo de merengues, valses y parrandas, desplazados a partir de los años 30 por los aires argentinos, mexicanos, norteamericanos y muy principalmente cubanos, pueden hoy saborearse, de cuando en vez, mediante nuevos cultores interesados en catar el mejor gusto de esos estilos añejos. Los buenos ejemplos, aunque no muchos -Cañón Contigo o los venerables Antaños del Stadium-, pues tan sólo confirman la subsistencia de aquellos géneros patriarcales desplazados y a la espera, eso sí, de una necesaria revitalización.
Otro camino central en nuestro gusto urbano está marcado por el tango. Eso «de cuando Gardel visitó a Caracas…», hoy resulta una frase convertida en auténtica referencia de tradición caraqueña. Por cuenta de su significado valen los actos anuales en Caño Amarillo, amparados en una escultura conmemorativa con la firma de Marisol Escobar; también la existencia de activas peñas melómanas y lugares nocturnos que reúnen a nostálgicos o coleccionistas en torno a recuerdos y porvenires; hasta El día que me quieras, gardeliano a más no poder, ha quedado convertido en pieza clásica de nuestro teatro contemporáneo.
Mucho se ha denominado a los años 60 como la década que sacudió al mundo. En Caracas aquellos años significaron cambios y más cambios: en la escena política, en lo social o cultural; en nuestro comportamiento y gusto musical. En la televisión aparecen entonces Víctor Saume,?ÍMusiú Lacavalerie o Renny Ottolina, animando mediodías y noches televisivas de música. También es tiempo de aparición de una oferta melómana propia, adecuada al momento: la música norteamericana compitiendo abiertamente con lo afrolatino bailable -ahora convertido en salsa de Dimensión Latina-, el clásico bolero caribeño desplazado por las baladas italoamericanas o brasileiropor-tuguesas; las orquestas de baile -Billo’s, Melódicos, Sanoja o Porfi, atentos a los nuevos sonidos provenientes de la hermana república; la música criolla, modernizándose mediante el talento de las hermanas Chacín, Juan Vicente Torrealba, Chelique Sarabia, Hugo Blanco o Aldemaro Romero y su Onda Nueva.
Una esencia de rock and roll de tal magnitud invade el ambiente caraqueño que, en palabras de Félix Allueva, melómano e investigador rockanrolero, «significó una irrupción violenta y un viraje en cuanto a lo que se venía haciendo en materia de música popular». Los Beatles enseñando a Darts, Impala o 007; Sangre, Sudor y Lágrimas desde la arena del Nuevo Circo o Carlos Santana …Oye como va, mi ritmo… a la carga vía happening en el stadium de béisbol de la Ciudad Universitaria. De ese poderoso viraje de los 60 surge el término pop para agrupar lo no-caribeño, no-criollo, no-rock; vale decir, Mirla, Mirtha o Nancy Ramos o Lila… algo después Las Cuatro Monedas, Arelys, Patti Ross, Delia, José Luis Rodríguez, Cherry Navarro, Germán Freites, Ivo, Henry Stephen, Rudy Márquez o Trino Mora. En fin, toda una influencia sonora también afincada en el discotequerismo.
Texto extraído de la Revista Bigott # 50, editada por Fundación Bigott en el año 1999.