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Cultura popular

El poder ancestral de la máscara

Desde tiempos remotos, el mal ha sido una sombra persistente en la historia humana. Ante su presencia, diversas culturas han buscado maneras de apaciguar, controlar o expulsar a las fuerzas de la oscuridad, recurriendo a ritos, danzas y, de manera muy particular, a las máscaras. En Venezuela, esta milenaria tradición encuentra una expresión singular en nuestras festividades populares, donde el demonio no solo es confrontado, sino que se le da un espacio propio. Festividades como el Carnaval de El Callao, con sus diablos yabyab, y la romería de los Pastores de San Miguel de Boconó, nos muestran un diablo que convive y es parte del festejo, sin amenazar la tranquilidad. Pero es en la celebración de Corpus Christi donde el ritual adquiere una dimensión más profunda y compleja.

En los pueblos donde se celebran los Diablos Danzantes, el acto de colocarse la máscara no es un juego, sino el inicio de una lucha simbólica. Aquí, la máscara de diablo no es un disfraz, sino la representación misma del maligno, a quien se busca humillar y doblegar ante el Santísimo Sacramento. En este rito, el danzante se apropia del mal para dominarlo, pero el proceso no está exento de riesgo. La energía psíquica depositada en la máscara es tan poderosa que, para protegerse, los bailarines se visten con un ritual de plegarias y actos de purificación antes de iniciar la danza. Las máscaras, con sus diseños zoomorfos de bueyes, cerdos o, en zonas costeras como Naiguatá, de erizos y tiburones, representan los animales que conviven con la comunidad. Estas caras animales representan un eco de nuestros orígenes prehistóricos, cuando la máscara representaba un tótem o un alma salvaje de un hombre en estrecha conexión con la naturaleza.

En el presente, la tradición de las máscaras de diablos se debate entre la fidelidad al pasado y las influencias de la modernidad. Artesanos como Manuel Portero Moronta, Rafael Antonio Blanco “El Sordo” o Juan Morgado, reflejan en sus creaciones la evolución de un pueblo que transita del campo a la urbe. Las máscaras de antes, con su expresión serena y a la vez rústica, eran el reflejo de un Yare armonioso y tranquilo. Hoy, bajo la influencia del cine, la televisión, y la demanda turística, los diseños se vuelven más elaborados, con colores vibrantes y formas más agresivas y, a veces, indefinidas. El diablo ya no solo aparece como un animal, sino que asume múltiples e insospechadas formas, reflejando una realidad globalizada y un ser humano en constante cambio. Este rito, que se renueva año tras año, nos recuerda que el demonio seguirá entre nosotros y que, a través de la máscara, el ser humano continuará buscando rituales para apaciguar su malignidad, mientras la imagen del diablo reflejará nuestra propia armonía interior y la necesidad de aceptar nuestra condición animal para superar nuestra propia animalidad.

Texto extraído de la Revista Bigott #60, editado por Fundación Bigott en el año 2002.