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Cultura popular

La ciudad nos canta su identidad bailable

La ciudad, con su ritmo y sus latidos, tiene una sinfonía compleja que la define y cuenta una historia cultural. La música urbana contemporánea, esa que resuena en nuestras calles, se erige como un álbum fotográfico sonoro que captura nuestra cotidianidad y la memoria colectiva. Lejos de las complicadas discusiones sobre la identidad, la música, con su propia elocuencia, se apropia de nuevas formas para narrar, con sus arabescos y matices, todo aquello que transcurre en cada esquina de nuestro día a día.

Cuando una sociedad emprende la búsqueda de aquello que la identifica culturalmente, se revela un conflicto profundo que permea tanto lo colectivo como lo individual. En naciones en desarrollo como la nuestra, esta búsqueda se vuelve aún más evidente. Las referencias sociales, políticas y artísticas se entrelazan y, a veces, se diluyen, intensificando la pregunta sobre nuestra identidad. Las conversaciones recurrentes sobre la crisis de nuestra identidad y la noción de nacionalidad son un reflejo constante de un proceso cultural complejo. No se trata de una supuesta “carencia de identidad”, sino más bien de una posible “definición negativa” de lo que somos, como ha señalado Maritza Montero. La identidad venezolana, lejos de ser un retorno nostálgico a orígenes “no contaminados”, emerge como el producto de una rica y a menudo conflictiva experiencia colectiva, una gran experiencia tejida a lo largo de incontables generaciones, tal como lo vislumbró Mariano Picón Salas.

A menudo, al abordar nuestra cultura, el interés de encapsular el folklore, la tradición y la cultura popular en el tiempo es grande, tratándolos como meras reliquias de un pasado que “fue y ya no es”, cargados con el peso de una subestimación aún latente. Sin embargo, el “saber del pueblo” dista mucho de ser algo estático, como un objeto de museo que solo se “recoge y se enseña”. Es un conocimiento vivo, en constante diálogo y transformación con la dinámica de nuestro desarrollo. La tradición, definida como esa “suma de recuerdos, hábitos y experiencias comunes” que nos singularizan, no es un ancla al pasado, sino una fuerza dinámica, dialéctica y crítica que moldea activamente nuestra cultura. El verdadero desafío reside en despojarnos de la nostalgia que a veces momifica nuestra solidez cultural y, en cambio, abrazar una tradición que respira, cambia y se reinventa junto a nosotros.

Caracas, una vibrante capital, se presenta como un lienzo musical donde la heterogeneidad social y cultural se manifiesta con una elocuencia inaudita. En este crisol, múltiples géneros musicales conviven, cada uno narrando una parte de nuestra historia. La influencia de grandes potencias y la incesante penetración cultural a través de los medios masivos han reconfigurado nuestros gustos, lo que a veces conduce a la imitación de géneros foráneos y, lamentablemente, a una subestimación de nuestras manifestaciones musicales tradicionales en la formación académica. Este escenario, sin embargo, ha gestado un fenómeno dual fascinante: por un lado, una cierta alineación musical, y por otro, el florecimiento imparable de una música urbana que, lejos de ser algo simple, se nutre de nuevas técnicas y experiencias creativas propias.  Es un mosaico donde coexisten la música pensada para el consumo masivo, las vibrantes expresiones tradicionales traídas por migrantes de nuestro interior, y géneros foráneos que han echado raíces profundas, a veces por mera identificación, otras, por una profunda afinidad con procesos políticos que han resonado en nuestra alma, como la inconfundible música de protesta latinoamericana. En definitiva, hablar de la música de la ciudad no es referirse a un único ritmo o forma; es sumergirse en un complejo y profundo lenguaje capaz de expresar, en infinitas maneras, la rica y a veces contradictoria realidad de nuestra cultura urbana. Es la ciudad cantándose a sí misma, invitándonos a bailar a su propio compás.

Texto extraído de la Revista Bigott #22, editado por Fundación Bigott en el año 1992.